En otros juegos, te escondes tras un personaje. En Chicken Road, sigues siendo tú mismo. Porque no hay disfraz. Solo tú y una elección: hacer clic o esperar.

Haces una apuesta. El pollo emprende su viaje. Se mueve entre las jaulas con paso divertido, un paso, luego otro. Todo parece despreocupado. Pero sabes que en todo momento el destino de tu apuesta pende de un hilo. Porque un paso en falso, y todo se reduce a cero.

Esa es la belleza. Silencio. Simplicidad. Minimalismo. Y una tensión frenética en tu interior. Ya no ves al pollo como un personaje. Eres tú: caminando, arriesgando, esperando, dudando. El multiplicador crece. Te atrae. Hipnotiza. Y con él, crece la ansiedad: ¿es demasiado lejos?

Chicken Road no es una carrera. Es una parábola. Sobre el momento en el que confías en ti mismo o pierdes por tu propia avaricia. El ganador no es el que llega más lejos. Y el que sabe detenerse en el momento más crítico. O correr un riesgo que nadie más se atrevería.

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